¡Qué topada, compañeros: Sarmiento y José Hernández! Para la pluma sin pares, ambos de mucho discurso y nada de floripondios. Aquí la prosa de don José vocea la imprecación con voz de profeta antiguo. Sarmiento anda más sereno... esta vez.
El sillón que ocupa Mitre -de Rivadavia lo llaman- le hace unos guiños seductores invitándolo a sentarse por seis años, y otros seis si a mano viene. Escribe en los Estados Unidos: representa a la patria; el lugar y la circunstancia no son aptos para mostrar alma de montonero. De modo que a las pasiones, sordina. Han corrido dos largos años desde la muerte de Peñaliza cuando termina.
El Chacho; ya le anda cerca el doctorado honoris causa de la universidad de Michigan y no es cosa de desmandarse. Presidenciable y doctor en ciernes -aquí será doctor de Michiganga- el libro sobre el caudillo servirá para conquistar lo que Sarmiento busca; de ahí que nada de violencias verbales y sí esa desapasionada objetividad -aparente, desde luego- del que planea por encima de de los hechos y a distancia de ellos.
La circunstancia de Hernández es diferente. Escribe cuando está caliente la sangre de Peñaloza, cuando la cabeza del septuagenario y legendario Chacho todavía está clavada en la pica de Olta, para escarmiento y aviso, y solo con una oreja -la otra le fue cortada por alguien que se la manda a otro alguien como exquisito presente. Y escribe ahogado por la rabia, y dale que dale -sobre el lomo del "director de la guerra"; y don José maldice como jamás lo ha hecho ni lo hará: "¡Maldito sea! Maldito, mil veces maldito sea el partido envenenado con crímenes, que hace de la República Argentina el teatro de sus sangrientos horrores."